martes, 11 de julio de 2017

       Sentándome en una butaquilla a ras del césped, mientras observo cómo Javier juega con sus amigos alternando carreras por el borde de la piscina con histriónicos chapuzones, he hallado un poco de paz y de valor para identificar mis sentimientos...

       Quien los conozca por este escrito no debería alarmarse ni sumirse en un innecesario enredo buscando causas o razones. Los sentimientos son los que son. Están los que siempre han estado, aunque en ciertos tramos de mi afortunada vida han devenido ausentes o desplazados por la vivacidad de preciosas experiencias o de estados anímicos de elevada motivación.
Parado a pensar sobre este verde manto veraniego, vuelvo a reencontrarme con esos viejos sentimientos, poco amigos de la alegría, poco amantes del bienestar...
Es triste decirlo... pero es peor sentir que no tengo ganas de vivir. No quiero morir, no quiero quitarme la vida... No tengo valor para ello pero sobre todo no creo que sea aún el momento... Pero por muy lejano que quede ese instante de desaparición, mi estado mental se recrea en esa desafortunada sensación...
Ni la música me aúpa como hacía hasta hace bien poco... Ni mi trabajo, ¡bendito trabajo tras una larga sequía laboral!, me empuja hacia la animosidad y el orgullo de lo que tengo y que consideraba casi imposible de lograr... Ni mi familia ni personas especiales y buenas se convierten en el asidero necesario que me aferre a la vida o, mejor dicho, a las ganas de vivir.

   Quien me lea que no se indigne por favor. Necesitaba reflejar esto porque, en este confuso combatir con el avance diario vital, aún despierta una reacción objetiva ante tan tamaña injusticia generada por alguien que neciamente se siente desposeído del triunfo de la respiración, del pensamiento, de los indispensables y maravillosos sentidos...de la vida.

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