En el último miércoles de un agosto que mi mujer y yo hemos sabido disfrutar con regulares y placenteros paseos a lo largo de la playa de El Portil, fuimos testigos de una triste y dolorosa imagen.
Como tantas mañanas, difícilmente podíamos evitar el tierno anhelo de nuestro beagle Yako al contemplar a otras razas caninas retozar para deleite de sus paseantes sobre las apacibles arenas de la playa.
Ese sosegado disfrute, sin embargo, se nos atrancó al encontrar nuestras miradas la escena de dos policías locales interactuando protocolariamente con una pareja, supuestamente dueña de un gran bóxer al que llevaban correctamente atado. Nuestra curiosidad empezó a generarse empujada por la duda sobre la prohibición de llevar perros por la playa pese a que no serían ni las diez de la mañana y además el animal estaba perfecto controlado...
Macarena se limitó a exteriorizar un interrogante que ambos teníamos: "¿Afán recaudatorio municipal?"... Tras chocar con la penosa realidad, pensamos que ojalá hubiera sido eso.
El lado izquierdo de nuestra visión estaba ocupado por el plano integrado por los policías y el hombre y la mujer con el enorme perro y, por un inconsciente instante, no quisimos ver el auténtico motivo de aquella gestión policial: a nuestra derecha yacía el inerte cuerpo de un perro inmóvil, tumbado sobre el húmedo suelo de un trozo de El Portil que apenas una hora antes bañaban las atlánticas olas de un océano cuya marea se hallaba en proceso de bajada.
El perrito, de color marrón claro, se encontraba sin vida y llevaba aún en su frágil cuello el collar puesto del que pendía la correa a la que unos minutos antes probablemente se aferraba su angustiado dueño al ver cómo su matutino paseo playero era arruinado por el ataque del hermoso ejemplar cuya documentación reclamaban aquellos representantes de la autoridad.
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